Llegó un momento en el que la fotografía empezó a formar
parte de mí. Por el simple hecho de captar momentos que algún día se perdieran,
se me olvidaran. Mi madre siempre me decía, “hija no hagas más fotos y guarda
este momento en tu memoria, eso es lo que de verdad va a durar siempre”, pero
se puede discutir. Hay personas que como yo que no son capaces de retener en la
memoria todo lo bueno que les ocurre, o bien porque son personas que viven la
vida intensamente, sin parar de hacer cosas que merecería la pena recordar,
haciendo así imposible archivar todos estos momentos, o bien por el simple
hecho de tener mala memoria. Entre estas dos posibilidades yo me incluyo tanto
en la primera como en la segunda.
Por eso desde pequeña, siempre me gustaba que, cuando íbamos
a un sitio de excursión o de viaje me compraran una cámara Kodak desechable, de las que tenían número limitado de fotografías
para captar todo lo que me llamaba la atención, o lo que nunca quería olvidar.
En estos momentos siempre recordaré cuánto me podían durar las cinco últimas
fotos del carrete, pues era una difícil decisión fotografiar los cinco últimos
momentos que más me gustaran, y más si el viaje o la excursión se extendían más
de un día.
A medida que las tecnologías iban avanzando, salieron al
mercado cámaras digitales. Esto para mí fue la felicidad plena. Nunca antes
había tenido un aparato con el que poder hacer fotos de forma ilimitada. El
número de fotografías aumentó considerablemente en mi casa. En las excursiones
era yo la encargada de tomar fotos y luego pasarlas a las demás. Ya en el
colegio empecé a coger fama de la fotógrafa
oficial del curso, y cada vez que había algún evento que necesitaran
después publicarlo o subirlo a la página web me llamaban, me sacaban de clase y
me llevaban a fotografiarlo. A decir verdad esto me encantaba. Tal era mi
entusiasmo con el tema de la fotografía que mis padres decidieron regalarme una
Reflex Canon. Este regalo abrió mi
mundo por completo. No solo hacía muchas fotos, sino que la mayoría de ellas
eran, como mi padre las llama, de “arte y ensayo”. Me gustaba fotografiar paisajes, hacer contrastes de color,
distintos enfoques, jugar con las sombras… en definitiva, me hice una friki de las fotos.
Lo primero que fotografié al recibir este regalo fue mi
lugar favorito, el cortijo de mi abuelo, un sitio que siempre he temido que
desapareciera, que algún día vendieran y yo no volviera a estar en él, que un
día se quemara o que sencillamente, algo de lo que había allí dejara de estar
como siempre había estado. Entonces tomé fotos de los tejados, de las farolas,
de algunos árboles, de paisajes, y de mi perra India
En este post os dejo algunas fotos de mis mejores recuerdos
de este lugar, tomadas en una tarde de invierno.
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